domingo, 16 de marzo de 2014

ABAIN T3 - La pregunta es el motor

Hace muy poco que me he enfrentado a mi primera experiencia docente. La actitud con la que me aproximé a ella fue parecida a la que adopto, en general, cada vez que me toca enfrentarme a un reto novedoso, con una predisposición despreocupada rayana en la pura inconsciencia. Ni en sueños habría imaginado la cantidad y la magnitud de los descubrimientos (técnicos, emocionales, vitales y de otros tipos) que iba a reportarme.

Uno de estos descubrimientos tuvo lugar en el momento en que, preparando una sesión sobre conceptos económicos fundamentales, supe que lo que yo venía entendiendo por “la mano invisible de Adam Smith” (esto es, uno de tales conceptos básicos, fundamentales y “fundacionales”) no es una expresión atribuible al señor en cuestión. Por lo menos, no en el sentido en que se entiende, se utiliza y se transmite por los economistas.

Es muy cierto que el filósofo escocés dejó constancia de su creencia en el poder autorregulador del libre mercado, en el que, a través de la libre concurrencia de la oferta y la demanda, los individuos que persiguen su propio interés impulsan (en muchas ocasiones) la consecución del máximo bienestar general. También es cierto que el término “mano invisible” aparece en varias obras de Adam Smith. Ahora bien, en ninguna de ellas se utiliza como metáfora de dicha capacidad autorreguladora del mercado.


Entiendo que la cuestión de la importancia de esta imprecisión terminológica es debatible. De hecho, se puede argumentar (y se hace) que el uso restringido de la metáfora que realizó Smith es perfectamente ampliable y válido para ilustrar lo que hoy se considera uno de los pilares del pensamiento neoliberal dominante. Claro que también pueden expresarse cierta preocupación por las implicaciones que puedan derivarse de esta notación tan extendida (convertida poco menos que en dogma de fe).

En cualquier caso, a mí me resulto tremendamente chocante que NUNCA, jamás de los jamases, en los cinco cursos que conformaron mi licenciatura en administración y dirección de empresas, oyera/leyera nada sobre este asunto (y, en cambio, los postulados neoliberales que se basan en dicho concepto fueran el pan de cada día de las clases de economía). Claro que, pensándolo mejor, tampoco es un hecho tan sorprendente. Mi principal queja cuando se me pregunta por mis años de universidad toma siempre esta expresión: “Mutilaron mi creatividad.” Al evocar las tediosas horas de clase (y sé que, probablemente, estoy siendo injusta con una minoría de profesores), mis recuerdos representan a un señor serio y vetusto vomitando “verdades” sobre nuestras conciencias anestesiadas, nunca deteniéndose a preguntarnos (o a preguntarse): “¿qué podríamos argumentar en contra/a favor de esto?”; “¿POR QUÉ?”. Estoy segura, además, de que este triste panorama no es exclusivo ni de mi centro de enseñanza ni de mi área de especialidad ni del nivel de estudio que estaba cursando en ese momento.

Solo se me ocurre un motivo por el que el sistema educativo perpetúa este modus operandi: el total desinterés por que los estudiantes aprendan. La confianza ciega en la autoridad de las verdades que se divulgan, la inhibición del espíritu crítico y de la originalidad, si bien fueron actitudes deseables (y seguramente coherentes) allá por el Renacimiento, no pueden sostenerse como compatibles con el desarrollo del conocimiento científico. El mismo requiere de un estado permanente de búsqueda. De replanteamiento. De cuestionamiento. La pregunta, en fin, es el motor del conocimiento científico.

Por eso me gustaría, en el curso de la docencia que pudiera estar por venir, ser capaz de transmitir esa idea. He repetido mucho: “No os creáis esto que os dicen.” “Ni siquiera creáis lo que yo estoy diciendo.” “Dudad.” “Buscad.” No creo que haya tenido mucho éxito, pero todavía estoy empezando. Soy optimista.

Me pregunto, sin embargo, por qué algo tan sumamente obvio como la necesidad de desarrollar la capacidad de observación y cuestionamiento para formar espíritus investigadores tiene tan poco eco. Quizás sea porque, como le comenta Alberto Knox a Sofía en el libro más famoso de Jostein Gaarder, “los que preguntan son siempre los más peligrosos”.

1 comentario:

  1. Efectivamente, en esto de la ciencia la pregunta es esencial. El método científico hay que ponerlo en marcha a propósito de algo.

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