Hace muy poco que me he enfrentado a mi primera experiencia
docente. La actitud con la que me aproximé a ella fue parecida a la que adopto,
en general, cada vez que me toca enfrentarme a un reto novedoso, con una
predisposición despreocupada rayana en la pura inconsciencia. Ni en sueños
habría imaginado la cantidad y la magnitud de los descubrimientos (técnicos,
emocionales, vitales y de otros tipos) que iba a reportarme.
Uno de estos descubrimientos tuvo lugar en el momento en
que, preparando una sesión sobre conceptos económicos fundamentales, supe que
lo que yo venía entendiendo por “la mano invisible de Adam Smith” (esto es, uno
de tales conceptos básicos, fundamentales y “fundacionales”) no es una
expresión atribuible al señor en cuestión. Por lo menos, no en el sentido en
que se entiende, se utiliza y se transmite por los economistas.
Es muy cierto que el filósofo escocés dejó constancia de su
creencia en el poder autorregulador del libre mercado, en el que, a través de
la libre concurrencia de la oferta y la demanda, los individuos que persiguen
su propio interés impulsan (en muchas ocasiones) la consecución del máximo
bienestar general. También es cierto que el término “mano invisible” aparece en
varias obras de Adam Smith. Ahora bien, en ninguna de ellas se utiliza como
metáfora de dicha capacidad autorreguladora del mercado.
Entiendo que la cuestión de la importancia de esta
imprecisión terminológica es debatible. De hecho, se puede argumentar (y se
hace) que el uso restringido de la metáfora que realizó Smith es perfectamente
ampliable y válido para ilustrar lo que hoy se considera uno de los pilares del
pensamiento neoliberal dominante. Claro que también pueden expresarse cierta
preocupación por las implicaciones que puedan derivarse de esta notación tan
extendida (convertida poco menos que en dogma de fe).
En cualquier caso, a mí me resulto tremendamente chocante
que NUNCA, jamás de los jamases, en los cinco cursos que conformaron mi
licenciatura en administración y dirección de empresas, oyera/leyera nada sobre
este asunto (y, en cambio, los postulados neoliberales que se basan en dicho
concepto fueran el pan de cada día de las clases de economía). Claro que,
pensándolo mejor, tampoco es un hecho tan sorprendente. Mi principal queja
cuando se me pregunta por mis años de universidad toma siempre esta expresión: “Mutilaron
mi creatividad.” Al evocar las tediosas horas de clase (y sé que,
probablemente, estoy siendo injusta con una minoría de profesores), mis
recuerdos representan a un señor serio y vetusto vomitando “verdades” sobre
nuestras conciencias anestesiadas, nunca deteniéndose a preguntarnos (o a
preguntarse): “¿qué podríamos argumentar en contra/a favor de esto?”; “¿POR
QUÉ?”. Estoy segura, además, de que este triste panorama no es exclusivo ni de
mi centro de enseñanza ni de mi área de especialidad ni del nivel de estudio
que estaba cursando en ese momento.
Solo se me ocurre un motivo por el que el sistema educativo perpetúa
este modus operandi: el total
desinterés por que los estudiantes aprendan. La confianza ciega en la autoridad
de las verdades que se divulgan, la inhibición del espíritu crítico y de la originalidad,
si bien fueron actitudes deseables (y seguramente coherentes) allá por el
Renacimiento, no pueden sostenerse como compatibles con el desarrollo del
conocimiento científico. El mismo requiere de un estado permanente de búsqueda.
De replanteamiento. De cuestionamiento. La pregunta, en fin, es el motor del
conocimiento científico.
Por eso me gustaría, en el curso de la docencia que pudiera
estar por venir, ser capaz de transmitir esa idea. He repetido mucho: “No os
creáis esto que os dicen.” “Ni siquiera creáis lo que yo estoy diciendo.” “Dudad.”
“Buscad.” No creo que haya tenido mucho éxito, pero todavía estoy empezando.
Soy optimista.
Me pregunto, sin embargo, por qué algo tan sumamente obvio
como la necesidad de desarrollar la capacidad de observación y cuestionamiento
para formar espíritus investigadores tiene tan poco eco. Quizás sea porque,
como le comenta Alberto Knox a Sofía en el libro más famoso de Jostein Gaarder,
“los que preguntan son siempre los más peligrosos”.
Efectivamente, en esto de la ciencia la pregunta es esencial. El método científico hay que ponerlo en marcha a propósito de algo.
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